Control del consumo, desarrollo de las necesidades humanas

"Una vez reducido el volumen de producción con un plan de subproducción que lo concentre en los sectores necesarios, la nueva formación social ejercerá un control autoritario sobre el consumo, luchando contra las modas publicitarias que crean artificialmente el consumo superfluo y, al mismo tiempo, abolirá por la fuerza toda supervivencia de las actividades que alimentan la psicología reaccionaria del consumismo" cf. punto d del Programa Revolucionario Inmediato, reunión de Forlì del Partito Comunista Internazionale, 28 de diciembre de 1952)

Hoy

En la Europa de posguerra, la política económica de los partidos nacional-comunistas se basaba, huelga decirlo, en el aumento del consumo, posibilitado tanto por el incremento de los salarios como, principalmente, por una política estatal de "consumo social". Incluso en los años 70, en el momento de la profunda crisis económica desencadenada por la subida de los precios del petróleo, los tres grandes partidos autodenominados comunistas de Europa, el italiano, el francés y el español, lanzaron sus últimas campañas populistas para reclamar la intervención del Estado en favor de las inversiones sociales. Para superar la crisis, dijo por ejemplo Marchais, secretario del PCF, "necesitamos un verdadero cambio de rumbo, otra política. Esta política se orienta sobre todo hacia una reactivación del consumo popular y social. La reactivación del consumo popular es la condición para una utilización eficaz del aparato industrial". Al mismo tiempo, y sobre la misma base, el secretario del PCI, Berlinguer, lanzó esa política de corresponsabilidad hacia la estabilidad económica y política que tomó el nombre de compromiso histórico.

Proudhon, y más tarde Dühring, fueron los antepasados de este populismo de poca monta. "La insuficiencia del consumo popular, el subconsumo artificialmente producido, el obstáculo que encuentra la necesidad popular en su crecimiento natural, [es] lo que hace que el abismo entre la oferta y la disposición sea tan críticamente vasto", ésta es la causa de las crisis para Dühring. No nos detendremos aquí en la respuesta de Engels, pero baste decir que unos cincuenta años más tarde Keynes hizo del estímulo del consumo privado y social su caballo de batalla: "Las obras públicas, aunque de utilidad dudosa, pueden rendir varias veces su coste. La construcción de pirámides, los terremotos e incluso la guerra pueden aportar riqueza si la educación de los estadistas en los principios de la economía clásica no encuentra una solución mejor". Sin embargo, contrariamente a lo que creía, la propuesta de encontrar mejores sustitutos para las pirámides y los terremotos no era en sí misma una superación de la economía clásica.

Los objetos se consumen privadamente, también la energía, los servicios telefónicos y televisivos —esto, obviamente, incluso en el contexto del consumo "popular"—, así como las carreteras, parques, infraestructuras diversas, etc. se consumen socialmente. El nacional-comunismo de posguerra, sobre todo el italiano, menos troglodita, es decir, más modernamente burgués que el de los diversos partidos hermanos, se distinguía por su carácter marcadamente keynesiano, es decir, por su teorización del consumo social y no popular, subrayando la diferencia entre ambos términos. El razonamiento reformista puede resumirse así: si la función del consumo contempla la renta nacional como variable keynesiana independiente y el consumo como variable dependiente, y si además la propensión marginal a consumir es tanto mayor cuanto menor es la renta —es decir, un obrero gasta todo el aumento de salario, mientras que para un burgués el aumento de renta en la misma proporción es casi indiferente—, entonces el salario puede considerarse como una variable independiente, a la par que la renta nacional de la que forma parte. En la práctica: al forzar la distribución de la renta, los salarios aumentan, el consumo crece y el beneficio crece aún más, de ahí la renta nacional.

Ayudas estatales a la producción y el consumo

Mientras cierto sindicalismo de ultraizquierda construía teorías demagógicas sobre el salario como variable independiente y la Confindustria [la patronal italiana, NdT] fingía estar asustada y aprovechaba, como siempre, para pedir ventajas al Estado, el PCI sacaba conclusiones políticas clarividentes, al igual que la burguesía menos estúpida: 1) el salario tiene una parte diferida (es decir, que no se expresa en la masa salarial, como son la seguridad social, la protección del medio ambiente, el precio político del transporte, la asistencia médica, etc.) y esto es lo que hay que cuidar más que la cifra visible a final de mes; 2) el consumo y la producción interactúan, por lo que su nivel depende de la capacidad del Estado para apoyar el sistema productivo en origen (o, como diría Marx, para sostener la inversión en el ámbito de los medios de producción). Esto explica, por ejemplo, los orígenes del infame protocolo de julio de 1993, eje y modelo de la política de todas las burguesías de Europa.

En una sociedad moderna, el trabajo está altamente socializado; de ahí que el fortalecimiento del aparato productivo, logrado con la contribución de todos los componentes sociales a través del Estado, repercuta no sólo en los sujetos individuales sino en el conjunto de la sociedad, permitiendo ampliar las posibilidades de consumo. Y como en gran medida esto ya ocurrió con la aplicación de las políticas keynesianas a partir de los años 30, las intervenciones actuales ya no son de estímulo sino de rescate. Dado que el sistema de producción-consumo de mercancías es una condición previa para la reproducción ampliada del capital, es decir, para su propia supervivencia, cualquier intervención en este sentido es puro oxígeno para el asfixiado modo de producción actual, que sobrevive así en una continua cámara de reanimación.

Al igual que las drogas, los estimulantes económicos crean adicción. El sistema necesita cada vez más materia y energía, consumiendo así cada vez más recursos naturales en relación con los recursos humanos que requiere. Por lo tanto, la brecha entre la producción y el consumo crece, en lugar de disminuir; o mejor dicho: entre la producción y el consumo por la propia producción, y el consumo de los seres humanos.

El círculo infernal en el que la materia y la energía del proceso de producción se transforman constantemente para potenciar el capital y no para satisfacer las necesidades humanas, tiene consecuencias catastróficas para el medio ambiente. Por tanto, es imposible hablar de consumo sin hablar de la producción que lo permite y de la relación de ambos con el propio medio ambiente.

El consumo "privado" tiene marcadas características cualitativas y cuantitativas de clase, mientras que el consumo "social" debería implicar a todas las clases, favoreciendo, en las intenciones de los populistas, a las menos "acomodadas". Pero como en el capitalismo el consumo social es todo aquello que contribuye a reforzar la producción de medios de producción, la tendencia natural de todos los defensores del capitalismo es a poner las políticas económicas al servicio de la propia producción, es decir, a crear un entorno adecuado para ella, desde el crédito a la fábrica, desde la infraestructura que la rodea a la vivienda para quienes trabajan en ella.

La producción que hace posible el consumo privado desmesurado y el consumo "social" aún más inhumano no puede dirigirse sino a magnificar ambos sin cesar, de modo que producción y consumo interactúan en un sistema global de input-output en el que entran energía y materia y salen productos y residuos; y como los productos al renovarse se convierten también en residuos, el sistema se extiende desastrosamente a toda la biosfera en la que viven todas las clases. De esta forma la biosfera no sólo se ve alterada, sino que forma parte integrante del ciclo de producción, del mismo modo que la fábrica individual (input) se integra con el residuo individual (output). No es casualidad que la burguesía —flanqueada por los restos de la desaparecida nobleza— fuera la primera en descubrir la "defensa" del medio en el que vive: éste acaba siendo demasiado similar a aquel en el que viven los proletarios, pero sobre todo, sin control, acaba siendo alterado hasta tal punto que su degeneración es perjudicial incluso para la supervivencia del propio capitalismo.

El ecologismo burgués (se podría quitar el adjetivo, ya que no puede haber un ecologismo "comunista" homólogo) es un disparate y la prueba viene del entorno científico de la propia burguesía. El científico, basándose en las leyes de la disipación de la energía (el segundo principio de la termodinámica, la entropía), no oculta la imposibilidad material de la supervivencia del capitalismo: "La visión de un mundo dichoso en el que la población y el capital permanecen constantes, tras haber sido expuesta con habitual habilidad por John Stuart Mill (1848), ha permanecido en el olvido hasta hace poco. Ante el espectacular renacimiento de este mito de salvación ecológica, conviene señalar sus numerosos defectos lógicos y fácticos. El error crucial consiste en no ver que, en un medio finito, no sólo el crecimiento, sino ni siquiera un estado de crecimiento cero, es más, ni siquiera un estado de contracción que no converja hacia la aniquilación, puede existir indefinidamente" (Georgescu-Roegen).

Incluso sobre una base física, se demuestra así que la dinámica del capitalismo posee elementos intrínsecos de "automatismo" respecto a su superación; respecto al marxismo, estas capitulaciones ideológicas de la burguesía frente a él carecen del elemento social, pero veremos más adelante cómo el comunismo (que no es una idea o una "política" sino un hecho material) podrá resolver los problemas de la transición política a la sociedad futura y sus realizaciones prácticas en armonía con las leyes de la física.

Crítica al consumismo desde dentro

Al introducir el concepto de entropía, incluso la burguesía admite que el problema de la necesidad-consumo (utilicemos siempre los términos en un sentido no moralista) está estrechamente ligado no sólo al del entorno y las clases, sino a leyes invariables de la naturaleza que rigen todos los fenómenos del universo. A algunos tales afirmaciones pueden parecerles exageradas, pero entretanto esas leyes obligan a la burguesía a elaborar pesados estudios que, aunque no todos lleguen al extremo mencionado, nacieron y nacen para demostrar en cualquier caso que el consumo y las necesidades deben reducirse y que hay que encontrar un equilibrio dejando de idolatrar el crecimiento capitalista. El hecho es que una producción exasperada requiere un consumo igualmente exasperado, con las repercusiones que conocemos sobre el medio ambiente, y los estudios burgueses contra el consumismo resultan ser una agónica carrera contra la aparición de reacciones sociales debidas a los procesos potencialmente autodestructivos del capitalismo.

Ahora bien, ninguna de las corrientes anticonsumistas ha salido nunca del ciclo de producción-consumo: sólo han propuesto regularlo. Hay aspectos especialmente evidentes de las trampas que el anticonsumismo de pantomima puede tender incluso a los más voluntariosos paladines de una "sociedad mejor". Paradigmático en este sentido es el empeño de un tal Beppe Grillo, muy bueno y comprometido en azotar las modas y el despilfarro de esta sociedad, pero siempre desde dentro: para él, por ejemplo, el coche es una mercancía que debe existir, desde luego sólo con un motor de hidrógeno, un combustible que se puede producir con células fotovoltaicas ("pero ¿os imagináis el tráfico, la vida en la ciudad, con estos coches?", decía respirando el vapor del tubo de escape). Su brío ecológico anticonsumista, que también atrae políticamente a muchos izquierdistas, encuentra su base científica en los escritos de Marco Morosini, analista medioambiental que trabaja en Stuttgart y que es uno de los defensores del llamado desarrollo sostenible, es decir, "el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades".

Pero la expresión "desarrollo sostenible" —con la explicación que la acompaña— es una flagrante contradicción en los términos, dado que ningún desarrollo económico, es decir, cuantitativo, es en principio sostenible sin alternancia de desarrollo y crisis; por tanto, ninguna satisfacción de las necesidades presentes es compatible con las necesidades humanas futuras, dado que el desarrollo presente es —y no puede ser de otro modo— una acumulación de gravísimos problemas para el futuro. La afirmación de Morosini tiene su implicación política en un lema que tiene el mérito de resumir en pocas palabras lo que ecologistas, anticonsumistas y antiglobalizadores teorizan en miles de páginas impresas o electrónicas: "Después de Seattle, ya no bastará con defender a los consumidores. También será necesario defender a los consumidos" (citado en el sitio Peacelink en el artículo Libera volpe in libero pollaio; las demás citas también están tomadas de la web). Para defender al consumidor, "para aumentar el bienestar", es necesario, siempre según Morosini, "reducir el consumo". Pero defender al consumidor, es decir, al que hoy está empobrecido por el sistema de consumo ajeno, significa mejorar su "nivel de vida", por tanto su consumo.

Consumidores y consumidos

Así que defender a los consumidores siempre y de todas las formas. Pero el hombre no es consumidor de bienes por disposición innata o ley divina; si en el capitalismo no consume, es decir, no hace funcionar las fábricas, muere en el paro. El único "bienestar" que conoce el capitalismo es la producción por la producción. El consumo es una consecuencia y no se tienen en cuenta las necesidades humanas. Por lo tanto, defender de "alguien" a los consumidores de bienes para que los consumidos se conviertan a su vez en consumidores significa no sólo aceptar la sociedad actual, sino incluso hacer una apología desenfrenada de ella. Todos deberíamos convertirnos en "consumidores moderados". ¿Cómo de moderados? ¿Alcanzando todos, digamos, la mitad del consumo de un estadounidense medio? Según las cifras oficiales, entonces deberíamos triplicar la producción mundial actual con una población constante. La otra propuesta preferida de este milieuparapolítico, y lógicamente relacionada con lo que ya se ha dicho, es el comercio justo. Adiós a las leyes objetivas de la sociedad: el comercio es la esfera de la circulación de mercancías, donde se realiza la plusvalía, donde reina la ley de la selva, donde por tanto ningún delito es demasiado atroz para luchar contra la competencia; ¿quién y qué lo convertirán en el lugar de la equidad y la solidaridad? ¿Las buenas intenciones?

En Seattle estaban los consumidores en las calles y los consumidos sentados a la mesa de los organismos internacionales. Paradójicamente, los consumidos pedían a los poderosos prevaricadores ser aceptados e integrados en el sistema como "iguales", ser más consumidos aún: hay que prestar más capital a un interés justo para construir la infraestructura que atraiga al capital internacional. En resumen, exigían ser tan deseables en los mercados como lo es cualquier mercancía con buen valor de uso. Ser utilizados racionalmente y no con la anarquía actual. No es por azar que en las operaciones de igualdad internacional estén implicados bancos especializados.

También hay uno italiano llamado "Banca Ética". No es ninguna broma. No es un banco especializado para el Tercer Mundo: opera aquí en casa, tiene su sede en Padua y lleva escrito en sus estatutos un programa que coincide con el de Morosini: "Las finanzas éticamente orientadas son sensibles a las consecuencias no económicas de las acciones económicas; el crédito, en todas sus formas, es un derecho humano; la eficiencia y la sobriedad son componentes de la responsabilidad ética; el beneficio obtenido de la posesión y el intercambio de dinero debe ser consecuencia de actividades orientadas al bien común y debe distribuirse equitativamente entre todos los sujetos que contribuyen a su realización; la participación en las decisiones de la empresa debe ser favorecida, no sólo por los accionistas, sino también por los ahorradores".

¿El "bien común" del manejo del dinero? Comentar críticamente tales supuestos sería como disparar contra la Cruz Roja; señalemos, pues, simplemente que el mundo burgués y capitalista tiene sus propias ramificaciones ecomoralistas que no son en absoluto alternativas, es más, están tan bien integradas que incluyen instrumentos-símbolo del capitalismo, como los bancos. La ética y el vocabulario son totalmente consecuentes. Cuando en Arabia la revolución de los austeros pastores del desierto chocó con la corrupta civilización urbana de los mercaderes, el Corán fue ciertamente más "ético" al prohibir el crédito con intereses. ¡Inferioridad moral de los civilizados!

Las manifestaciones de protesta que se han sucedido desde Seattle y que se repetirán en el futuro son, en realidad, en defensa de este mundo consumista y no contra él; al pedir que se mejoren sus mecanismos, implícitamente reclaman que sea más eficaz y duradero. Por nuestra parte, siempre tenemos cuidado de no caer en el indiferentismo, de no subestimar las repercusiones sociales del mecanismo económico subyacente, pero no podemos dejar de constatar que la violencia epidérmica expresada por el movimiento antiglobalización corresponde más a la sociedad del espectáculo que a una auténtica cólera social. Por lo tanto, es totalmente inadecuada no sólo para alcanzar los objetivos fijados por los distintos movimientos, sino también para explicar el malestar material de las poblaciones y las clases. Las estadísticas sobre la delincuencia, los suicidios y el consumo de Prozac también nos dan un índice del malestar social, pero no es por eso por lo que tendría sentido salir a la calle en manifestaciones interclasistas.

El trabajo de gente como Morosini y también Grillo tiene como resultado, intencionado o no, canalizar la atención hacia proyectos de compatibilidad dentro del sistema presentados como reformables, y todo se remonta en última instancia a un único gran problema: precisamente el del desarrollo y el consumo compatible, el mismo problema que subyace en innumerables comisiones de las Naciones Unidas con sus estudios firmados por los principales economistas del mundo. El mundo capitalista como nunca.

En general, la crítica se refiere a la incapacidad de las administraciones, ya sean globales o locales, para limitar el poder de las multinacionales; se las acusa de actuar como su portavoz y de allanar el camino hacia la dominación mundial. Es una crítica dentro de la economía política, ya que se trata de la utilización de los recursos en relación con los resultados obtenidos, por lo que es una llamada a la eficacia, al rendimiento de la inversión, como en toda empresa que se precie. No sólo apunta a la utilización de los recursos en relación con las necesidades, sino también a su asignación tanto territorial como nacional y mundial. "Cancelar la deuda", cantaba Jovanotti en San Remo el año pasado, dirigiéndose al Primer Ministro D’Alema. Un cantante es un cantante, pero ese llamamiento es una política seguida por miles de personas que se creen muy radicales. En cambio, ni siquiera es reformismo: más que una política, se parece a las actividades filantrópicas de las asociaciones contra enfermedades graves. En algunos casos se han cancelado deudas, no por la presión de la política recién acuñada, sino porque el deudor, que a pesar de todo forma parte de un sistema integrado de producción-consumo, debe permanecer en el mercado. Sin contar con que las deudas antiguas, sobre todo las de largo plazo, ya habían sido prácticamente honradas por la masa de intereses pagados desangrando poblaciones enteras. Y sin contar, además, que el acreedor utiliza generalmente la renegociación de la deuda para endeudarse de nuevo, cuando resultan más convenientes las inversiones locales que el retorno tout court de los capitales al país de origen.

Reformismo impotente

Además, estas buenas gentes que quieren el libre mercado deberían saber que la cota más alta alcanzada por la ciencia burguesa a este respecto, precisamente en lo que se refiere a la teoría de la distribución de los recursos, la representa el ingeniero Vilfredo Pareto que, en 1906, demostró con elegancia matemática el supuesto smithiano de la "mano invisible"; a saber, que en un entorno de competencia perfecta es imposible reasignar los recursos "con justicia". En pocas palabras: según las rigurosas demostraciones de los capitalistas, en el capitalismo no es matemáticamente posible aumentar el bienestar de un consumidor sin disminuir el de otro (el óptimo paretiano se ha demostrado desde entonces con sofisticadas modelizaciones informáticas).

Por supuesto que puede haber una distribución forzada respecto a la curva "natural"; pero esto, tanto si se produce a favor de los países "opulentos" como de los "pobres", no se llama "libre mercado" (situación de libertad que por cierto nunca ha existido), sino fascismo. La acción del Capital sobre los aparatos ejecutivos a su servicio puede muy bien producir una política de reasignación de recursos, pero sólo cuando hay una ventaja inmediata para la acumulación. De ahí que los gobiernos puedan lanzar indiferentemente políticas de "opresión" y de "liberalización" humanitaria, desplegando siempre, eso sí, aparatos centralizadores totalitarios, mejor aún si son supranacionales. No se puede negar que el movimiento de "consumo compatible" es como es, pero ciertamente su análisis de los fenómenos degenerativos del sistema mundial está a un nivel inferior al oficial. Si la economía política tuviera fundamentos científicos y sólo estuviera distorsionada por intereses particulares, la intervención gubernamental bastaría en efecto para poner las cosas en su sitio, con el uso de la ciencia actual, que ya pone a disposición abundantes conocimientos y medios para limitar los daños del consumismo y, por tanto, de la exagerada modificación negativa del medio ambiente.

No hay un límite técnico a la cantidad de bienes que pueden producirse: la volcánica producción es capaz de satisfacer necesidades ilimitadas. Pero sí hay un límite social, es decir, ligado al modo de producción capitalista y al medio ambiente en que se manifiesta. El hombre actual ya sabe cómo regenerar artificialmente los entornos destruidos, y desde hace milenios sabe cómo intervenir transformando tierras incultas en huertos. Las civilizaciones "hidráulicas" de Asia y la agricultura de las abadías medievales europeas han transformado profundamente el paisaje. Los israelíes de hoy tienen mucha habilidad para propagar el dry farming, la agricultura del desierto, que en realidad es un arte tan antiguo como las civilizaciones de Oriente Próximo. El Sáhara está salpicado de oasis milenarios, que representan entornos completamente artificiales en los que se estabiliza un equilibrio climático que permite una agricultura en sí misma perfectamente natural. Las montañas de Perú, Arabia Felix, India y China estaban admirablemente cultivadas, y en parte aún lo están, y la producción resultante no era en absoluto pobre en comparación con las necesidades de las exiguas poblaciones locales. El hombre de hoy dispone de medios infinitamente superiores, pero en vez de utilizarlos olvida incluso los antiguos, abandonando a la ruina obras milenarias, dedicándose a la codicia de la posesión y del consumo o al menos cultivando el espejismo de ello con una envidia universalizada poco edificante.

También así se muestra cómo el capital es el verdadero límite del capitalismo: la ley de la renta moderna nos dice que es la tierra peor cultivada la que establece la base de la cuota de valor que va al propietario, pero es la productividad capitalista lograda en la mejor tierra (inversión) la que determina si la peor tierra debe seguir cultivándose o ser abandonada. El mundo sigue ofreciendo recursos extractivos y tierras para la agricultura en cantidades considerables, y la ciencia agrícola actual permitiría gestionar esta disponibilidad más de lo que los ecologistas están dispuestos a admitir; pero esto depende del capital que pueda invertirse en ellas de forma rentable. El burgués sabe hacer cálculos precisos sobre la racionalidad y la conveniencia de sus programas productivos, y esto influye evidentemente en los aspectos menos controlables de la economía. Su ciencia le permitiría sustituir muchas de las materias primas utilizadas hoy en día cuando se vuelvan demasiado escasas y costosas para la ley de la renta. Por todas estas razones, con un horizonte limitado, el optimismo de los burgueses tiene su justificación objetiva, sobre todo hoy, cuando la amenaza de clase parece bajo control. Pero la cuestión social estallará mucho antes de que se agudice el problema técnico de la finitud del mundo y de la cantidad de materias primas, porque el consumismo es más dinámico que los ciclos circunscritos temporalmente que puede permitir la tierra: el ciclo agrícola dura casi en todas partes un año y las materias primas son cada vez más inaccesibles.

Es obvio que las necesidades ilimitadas son funcionales a un capitalismo optimista, que ni siquiera podría existir como modo de producción sin recrear siempre otras nuevas y artificiales. Si la ilimitación técnica de la producción fuera acompañada —más que en la actualidad— de una ilimitación de las necesidades, el capitalismo no sobreviviría ni un mes por sí mismo. En el capitalismo toda necesidad existe en función de la producción, y sólo la publicidad se basa en la mentirosa suposición de que la producción de una determinada mercancía existe en función de la necesidad. Por lo tanto, la necesidad siempre debe ser estimulada, hasta el absurdo, independientemente de su nocividad física y social.

El business ecológico, una nueva necesidad-consumo

Los problemas causados por el coste de extracción de las materias primas son superados por ahora por el hecho de que cada vez más plusvalía va a la renta, que por definición se transforma, a través del sistema bancario, en capital de crédito que la industria utiliza (a un precio elevado) para reinvertir en el siguiente ciclo de producción de plusvalía. Como toda actividad productiva es transformación de materia y disipación de energía con sus respectivos residuos a eliminar, existen límites debidos a los costes sociales de la hiperproducción-consumo, normalmente llamados deseconomías externas a la producción (Marx pone el ejemplo de la civilización de la máquina de vapor que ensucia el agua al mismo tiempo que necesita tenerla más pura que antes). Estas deseconomías se exorcizan temporalmente mediante inversiones para evitar el colapso medioambiental.

Como el capitalismo sólo conoce la vía del dinero y ninguna intervención puede separarse de él, el ecologismo no puede sino convertirse en objeto de inversión y de beneficio. Se trata de un ciclo perverso, porque el balance económico no se corresponde con el balance energético-social, que en este caso es siempre pasivo. Pero el capitalista no ve lo que ve el científico; al contrario, el capitalismo tiene el poder de "comprar" a la inmensa mayoría de los científicos, no con sus vulgares billeteras sino con su ideología, para que canten sus alabanzas y entonen su inmortalidad.

No se trata de autocelebración por mera vanidad de clase. Hace tiempo que la burguesía se ha dado cuenta de que la racionalidad del sistema empresarial choca con la anarquía del sistema medioambiental y trata de remediar lo que denomina externalidades negativas. Mientras tuvo la posibilidad de expandir la producción desde el punto de vista de la fuerza productiva social del trabajo y desde el punto de vista del territorio, la burguesía no se preocupó en absoluto de los efectos externos causados por esta expansión. Como base moral del desarrollo bastaba un sistema elemental de crecimiento de las necesidades y del consumo. Pero a partir de la crisis de 1929 en Estados Unidos empezó a surgir una exigencia dictada por consideraciones prácticas, un business ethics — que más tarde se extendió también a los países europeos— según el cual la empresa también debía tener en cuenta las repercusiones sociales y el impacto medioambiental. Durante la Gran Crisis, el capitalismo descubrió, a través del keynesianismo y en definitiva del fascismo, que la producción, y por tanto las necesidades y el consumo, podían ser estimulados, es decir, mantenerse artificialmente a un nivel elevado mediante el gasto público: el Estado se convirtió en un instrumento para mejorar la movilidad del capital en el mercado y, al mismo tiempo, para impedir la formación natural de monopolios demasiado poderosos. Con el estímulo estatal drogando el sistema productivo, se ampliaron las condiciones para la adopción de teorías justificativas de la actividad capitalista desenfrenada. Así nació el "informe social", un sistema de rendición de cuentas que, junto a las tradicionales cuentas anuales, ilustra los méritos sociales de la empresa a sus interlocutores privilegiados, es decir, a quienes pueden presumir tanto de intereses de capital como de otras vinculaciones (los stakeholders, quienes participan en la empresa pero también son sus fiduciarios, políticos de referencia, miembros de lobbies).

Cuanto más inaceptable se vuelve el capitalismo desde el punto de vista humano, más inventa formas de hacerse aceptar, incluso encontrando admiradores de tendencia. En 1962, el economista Friedman afirmó que los ejecutivos de las empresas deberían tener una responsabilidad social además de su responsabilidad ante los accionistas. Y efectivamente, todas las multinacionales se anuncian en las revistas económicas internacionales poniendo el foco en… el Hombre con mayúscula. Un ejemplo entre todos: la Shell, responsable de un desastre ecológico y étnico en Nigeria, anuncia así en un panorama multiétnico de caras sonrientes que "los derechos humanos no son una prioridad normal en el ámbito empresarial", pero, en lo que le respecta a ella, "forma parte de nuestro compromiso con el desarrollo sostenible equilibrar el progreso económico con el cuidado del medio ambiente y la responsabilidad social", y luego, al final de la página, en letra muy pequeña, se exime de responsabilidad: "cada empresa Shell es una entidad distinta. […] Términos como 'nosotros' o 'nuestro' se refieren al grupo y no a empresas concretas". Por tanto, esta actividad de relaciones públicas no excluye que dichas empresas devasten regiones enteras y corrompan gobiernos, como tampoco se excluye que comprometan su capital en campañas legalistas y ecologistas cuando ello sirva a su beneficio. La necesidadde ecología sólo puede ser el consumo de ecología.

Los sistemas legislativos y ejecutivos de las burguesías del mundo abordan el problema del hiperconsumo-producción y de la ecología exactamente con el criterio de los ecologistas, es decir, desde el punto de vista del capitalismo. Pero como tienen que intentar resolver los problemas en lugar de limitarse a hablar de ellos, también tienen que complacer al sistema del dinero-capital para conseguir efectos prácticos en el mecanismo de las necesidades individuales y sociales, es decir, en las fábricas, en los consumidores y en la sociedad en su conjunto. Ahora bien, el sistema de intercambio, capitalista o no, funciona sobre la base de diferenciales de valor, y el valor se expresa en dinero desde que existe: los incentivos a la producción sólo pueden ser en dinero y los desincentivos también. Por tanto, tendremos un sistema basado en un flujo de valor tanto en el caso de un diferencial positivo (beneficio) como en el caso contrario, negativo (pérdida).

No puede ser de otra manera, porque mientras que a un nivel primitivo el intercambio sólo puede tener lugar cuando existe un excedente recíproco de valores de uso, con el desarrollo de la producción, el motor del intercambio es el excedente de valor monetario. En el esquema de Marx, todo excedente de capital es siempre, al mismo tiempo, un excedente de mercancías: D (dinero) se convierte en D1 (dinero en mayor cantidad) debido a que una mercancía M, en el proceso de producción P, se convierte en M1 (mercancía con mayor contenido de valor) en el proceso general de producción. Todo el capitalismo se basa entonces en el flujo ininterrumpido de renovación de mercancías y capital dentro del ciclo de producción y en el mercado: D → M → P → M1 → D1 etc. Dado que se trata de un proceso cíclico, es indiferente representarlo partiendo de D, M o P, pero el capitalista no puede desprenderse del espíritu mercantil, por lo que sólo ve el proceso de D a D1, el que responde a su percepción inmediata como anticipador del capital en busca de beneficios.

Esta visión, limitada al poder del dinero que todo lo resuelve, no puede sino ser abrazada también por los legisladores y gobernantes burgueses llamados a regular las actividades en el ámbito de la ruina del medio ambiente para remediar los posibles daños a todo el sistema de hiperproducción-consumo. Entonces idearán algún mecanismo para añadir o quitar una cuota de D a través de esos pasajes M que entrañan un peligro para el sistema capitalista en su conjunto: es decir, trivialmente, concederán incentivos o gravarán esos bienes. El legislador, disminuyendo o aumentando en virtud de su autoridad el precio de adquisición y haciendo más o menos conveniente su uso, tiene realmente la posibilidad de intervenir en un momento determinado del ciclo de producción-consumo para cambiar su naturaleza en favor de la protección del medio ambiente. Puede utilizar el dinero para resolver toda la gama de problemas de producción y de mercado porque es el único equivalente universal. El ya citado Marco Morosini es, por ejemplo, uno de los defensores de una "fiscalidad ecológica europea" para estimular la adaptación de la producción industrial a las necesidades del medio ambiente y de los consumidores (si la gasolina costara más, las empresas diseñarían coches con mejores prestaciones, que consumieran y envenenaran menos, etc.).

Cuatro contradicciones que no pueden reformarse

Semejante modelo "fiscal" tiene el defecto de funcionar a nivel local, es decir, en el ámbito particular en el que se utiliza, mientras que tiene contradicciones irremediables a nivel global. Es obvio, desde este último punto de vista, que todo lo que concierne al hombre como especie debe observarse dinámicamente en el tiempo: así como hoy tenemos lo que nos legaron nuestros predecesores, debemos preocuparnos por lo que dejamos a nuestros sucesores, en una cadena de la que debe desterrarse el egoísmo existencial. La economía política no puede ni remotamente soñar con resolver este problema, porque el Capital quiere el beneficio o el interés en un plazo cada vez más corto. Por eso sólo la extinción de la economía abrirá paso a la verdadera ecología, ese metabolismo natural que tiene en cuenta a la especie humana y su producción-reproducción como parte inseparable de la biosfera.

Cambiar la economía por la ecología es un error ideológico típico; esperar que la primera tenga respuestas incluso contingentes para la segunda es una ilusión piadosa y desmentida por la ley física de la transformación de la materia-energía, que exige un círculo virtuoso de transformación cualitativa y no uno mortal de disipación cuantitativa. Esta es la contradicción fundamental entre capitalistas, legisladores, economistas y ecologistas, por un lado, y, por otro, los escasos científicos burgueses como Georgescu-Roegen citados al principio: no se puede tratar un sistema cerrado, limitado, no globalmente sensible a los cambios locales de disipación de energía, como si fuera un sistema abierto, capaz de no disipar ninguna. En la naturaleza la creación de energía no existe, sólo existe su transformación y pérdida en formas que ya no pueden utilizarse. Incluso el uso de la energía eólica, solar, marina, etc. tiene su contrapartida en una disipación final de energía mayor que la energía útil que se obtiene localmente de la naturaleza. Esto a menos que lleguemos a eliminar el "consumo" como tal, como veremos, y nos quedemos en el sistema abierto, es decir, la Tierra y la energía que recibe del Sol, anulando el recurso a su transformación a partir de los minerales. Pero en el capitalismo, por mucho que duren las reservas, no se pueden hacer tales cálculos: mientras sea accesible, toda materia prima es también inmediatamente consumible; un gobierno consciente de las necesidades y del consumo de la especie a lo largo del tiempo es, en términos de valorización, un absurdo.

Las contradicciones de la ecología fiscal son insuperables. En primer lugar, el precio de las mercancías sobre el que se supone que debe influir el legislador no lo fija el capitalista individual, sino que se deriva del estado de la producción en una rama determinada en todo el mundo. Si una rama de producción consigue transformar D en D1, habrá empresarios seducidos por el resultado que entrarán en esa rama con el único resultado de bajar aún más, mediante su competencia, el precio de las mercancías en cuestión, aumentando así automáticamente su difusión y, por tanto, su consumo. Si un gobierno actuara con autoridad para subir el precio de esos bienes mediante impuestos por razones ecológicas o anticonsumistas, podría simplemente encontrarse en la situación de matar una industria nacional, que se vería desbordada por la competencia. Podría elevar las protecciones aduaneras, pero entraría en contradicción con el sistema de libre mercado y sus instituciones, a las que debe adherirse precisamente para no quedar aislado.

Por otra parte, un acuerdo mundial chocaría, como en efecto choca, con el diferente desarrollo de los distintos países. Predicar el respeto ecológico a quienes sólo ahora están emprendiendo el camino del consumo capitalista no tiene sentido; y de hecho los interesados responden a cada vez de la misma manera, como por ejemplo han hecho a gritos China, India y Brasil.

En segundo lugar, la finalidad de la producción no es la satisfacción de las necesidades humanas. Toda mercancía que sale de la fábrica y entra en el mercado lo hace en el momento en que es adquirida por un consumidor, que paga su valor de cambio y se beneficia de su valor de uso, que consiste en satisfacer una necesidad. Si esta fuera siempre la misma el modelo ya no sería dinámico sino estático, puesto que se crearía un equilibrio de mercancías de sustitución, siempre las mismas para las mismas personas, y no habría crecimiento. Tampoco tiene sentido pretender reducir el superconsumo de ciertas poblaciones para obviar el subconsumo de otras: para ser consumidor hay que tener valor, propio o del trabajo ajeno, es decir, tener ingresos. Sólo es posible justificar el movimiento global de la producción de mercancías partiendo del supuesto de que la producción necesita expandirse, y esto es una enorme contradicción: sólo puede crecer creando nuevas necesidades entre los que tienen demasiados ingresos (y ya demasiadas necesidades), por lo que el legislador sólo puede mostrarse impotente ante el consumismo y el daño para el medio ambiente que éste conlleva.

La tercera contradicción que ata las manos al legislador es la imposibilidad de la burguesía de establecer a priori el valor de las mercancías. En el sistema de precios, éstos son detectables a posteriori, cuando todo ha sucedido ya en un sistema mundial extremadamente complejo sobre el que cada capitalista no puede influir; tiene que fijarse en lo que hacen los demás para establecer el precio de sus mercancías. En cambio, para hacer ciencia habría que tener un conocimiento a priori,disponer de cantidades mensurables, de datos de partida sobre los que aplicar algoritmos probados y consolidados. Cada empresario puede analizar su propio ciclo de producción y obtener de él datos parciales muy precisos, pero la intervención en el consumo y el medio ambiente exigiría el conocimiento de todo el sistema mundial por un organismo de toda la humanidad para toda la humanidad, y no por naciones y empresas que compiten por egoístas intereses nacionales y de clase.

Una última contradicción surge del hecho de que el sistema de valor de cambio funciona cuando se compara un producto o servicio con dinero y viceversa, o incluso cuando se compara producto con producto; sin embargo, la comparación se vuelve absurda en el caso de la regulación del consumo y la contaminación que éste provoca. Una mercancía se intercambia cuando hay un comprador, y el precio medio se fija a través de millones de interacciones; pero no se puede, de forma capitalista, fijar el precio de una no-cosa, es decir, pagar por no tener consumismo ni contaminación. Aunque siempre es posible, por supuesto, hacer cálculos económicos muy precisos. Los daños medioambientales, por ejemplo, pueden evaluarse calculando cuánto habría que invertir para restablecer las condiciones iniciales. Así que a posteriori es posible para la burguesía cuantificar las mencionadas externalidades negativas. Pero se trata de intervenciones posibles una vez que el daño ya está hecho, parches sobre los que desencadenar operaciones contables, incapaces de tocar la verdadera raíz del problema.

Mañana

En el modo de producción capitalista, cada productor intenta diferenciarse de los demás construyendo su propio nicho de mercado, es decir, atrayendo a nuevos consumidores con la promesa de satisfacer nuevas necesidades, lo que solo puede ocurrir con nuevas mercancías. Puesto que su finalidad no es la satisfacción de necesidades humanas sino la realización de beneficios, la mercancía debe a toda costa llamar la atención, crear una necesidad y luego satisfacerla con un valor de uso, por mucho que derive de la pura fantasía. En una sociedad en la que la producción socializada esté libre de tal restricción, toda la actividad humana se dirigirá a la búsqueda de la satisfacción de las necesidades humanas, que cambiarán por el simple hecho de que el ciclo D → D1 se invertirá inicialmente en M → M1, donde M1 ya no será una expresión de valor sino de cambio cualitativo, como ocurre ahora dentro de la producción antes de que la mercancía se convierta en tal cosa en el mercado.

Por tanto, mientras que en esta sociedad cuantos más tipos nuevos de mercancías haya más nuevas necesidades habrá que satisfacer, en la nueva serán los productos los que se adapten a las necesidades, que no surgirán de las exigencias de la valorización sino de las relaciones entre los hombres. Mientras que hoy la mercancía se convierte en un objeto cada vez más ajeno al individuo, que necesita al mismo tiempo cada vez más dinero para comprarla en cantidad, mañana la negación de la misma y su metamorfosis en un bien útil eliminará el problema cuantitativo y acentuará el cualitativo.

De hecho, un hombre no es "pobre" en relación con lo que posee, sino en relación con las necesidades insatisfechas, que no tienen referencia cuantitativa con la posesión de objetos o dinero. Se puede poseer mucho y estar insatisfecho con lo que aún no se posee, pero no se puede poseer todo. Mientras que hoy la producción de bienes que satisfacen necesidades artificiales está estrechamente ligada a la valorización creciente del capital, cuya necesidad se satisface en la pura acumulación, en la sociedad futura la satisfacción estará desligada de la posesión, porque cada uno podrá disfrutar de todo sin poseer nada. En esta sociedad, entre otras cosas, la capacidad de posesión por parte del trabajador choca con la ley de la miseria creciente: en proporción a la masa de plusvalor que produce, su consumo disminuye.

Necesidades y mercancías de usar y tirar

Hoy en día, cuanto más poder adquiere el dinero, es decir, la capacidad generalizada de intercambiarse por bienes equivalentes, más pierde el individuo el control sobre sus necesidades. Incapaz de obtener bienes en cantidad suficiente para satisfacer las necesidades inducidas por las modas consumistas, su frustración crece. El volcán de la producción capitalista tiene que suministrar dinero al consumidor para que la fábrica nunca pare y el beneficio nunca deje de alimentar la acumulación de capital, pero el aumento de la productividad del trabajo hace que la producción aumente más de lo que aumentan los salarios. Ya hemos visto que el sistema crece y es dinámico porque M aumenta, y sólo así permite que D aumente. El flujo es circular pero no carece de orientación, sino que tiene una sola dirección y es irreversible. Es la producción, la valorización continua de los productos lo que añade valor a M; es ahí donde se produce la transformación del valor de uso de las mercancías parciales para formar la mercancía final, que a su vez, en el mercado, se venderá a su valor de cambio. Pero hemos visto que la M valorizada se transforma en D aumentado a costa de los salarios, y como la tasa de ganancia del capitalista también tiende a bajar, el aumento de valor no beneficiará tanto al consumo medio como al infernal ciclo productivo.

Mañana, la sociedad de transición al comunismo, al eliminar el mercado y por tanto la categoría de mercancía, reducirá drásticamente el consumo también porque ya no tendrá ningún interés en la irreversibilidad del proceso de producción capitalista, que debe producir bienes que no duren demasiado, que sean de usar y tirar. Cuando desaparezca la absurda división entre tiempo de vida y tiempo de trabajo, los objetos de uso se diseñarán y fabricarán de modo que satisfagan la necesidad de durar eficiente y racionalmente a lo largo del tiempo, no la de deshacerse según los tiempos establecidos por el marketing. Y se mantendrán con cuidado y eficacia hasta que intervengan nuevas necesidades que hagan sentir la necesidad de objetos más evolucionados.

Esto no es tan trivial como podría parecer a primera vista a nuestro ojo habituado a los residuos. La producción verdaderamente humana metabolizará los objetos de uso, por lo que no habrá moda, esa diferencia entre lo viejo y lo nuevo como reflejo mental de la necesidad material de la producción, entre lo viejo remendado y lo nuevo flamante. Todo estará inmerso en un único proceso, donde los objetos y el entorno recordarán el trabajo continuo de los hombres y lo obsoleto dará paso a lo nuevo en una sucesión orgánica. Desaparecerán los ciclos económicos en los que se separan fabricación, servicio de "garantía", obsolescencia, reparación y sustitución. Entonces dejará de tener sentido el criterio de usar y tirar, hoy indispensable para lograr un ciclo corto y directo que vaya de la fabricación a la destrucción sin sentido.

Por lo tanto, mientras que las mercancías capitalistas sofisticadas son de una tosquedad relativa creciente, en el sentido de tener poco contenido de valor en comparación con los conocimientos científicos alcanzados (Marx), los productos de la sociedad futura tendrán un contenido de valor de uso muy elevado, es decir, serán de una perfección relativa creciente, y serán atendidos exclusivamente como bienes útiles.

Es absolutamente falso que cuidar lo que ya existe provoque el estancamiento del progreso tecnológico impidiendo la aparición de lo nuevo: la necesidad humana impulsará la innovación técnica y científica más de lo que lo hace ahora, ya que es precisamente ahora cuando razones de inversión, amortización, monopolio u otras ligadas al ciclo del valor de cambio impiden en ciertos casos verdaderas revoluciones tecnológicas. Se pueden poner mil ejemplos de tecnologías que se han quedado en el cajón por conveniencia económica, patentes compradas con el único fin de impedir su uso, etc. Un ejemplo entre muchos: millones de niños tienen que comprar más de un quintal de libros caros cada uno para todo el ciclo escolar. Por si fuera poco, tienen que cargar cada día con unos diez kilos de papel para ir a la escuela. Durante años, todo esto podría remediarse perfectamente adoptando un ordenador portátil trivial, diseñado a propósito, que pesa lo que un libro, no cuesta casi nada, es capaz de almacenar bibliotecas enteras y dura toda la vida escolar y más allá. Para quedarnos en el campo más tecnológico que existe, el de la informática, es bien sabido que una gran parte de la innovación no procede de las opciones programadas de la industria-mercado, sino de la investigación espontánea y la aplicación de miles de entusiastas que ponen sus energías individuales a disposición de todos, y que se enfurecen contra las multinacionales del sector, las cuales obstaculizan objetivamente el desarrollo potencial.

Cuando baja la tasa de ganancia (relación de valor entre la ganancia y el capital anticipado), significa que el valor final de M1 supera por poco el valor de M. Entonces el capitalista, al no poder actuar libremente sobre el valor de M, es decir, sobre su coste de producción (los materiales que compra a otros y la fuerza de trabajo), intentará, a través del sistema fabril, aumentar el número de mercancías producidas, para compensar la disminución de la tasa aumentando la masa de ganancia. Intentará "producir" bienes en los que el reducido valor del objeto esté más que compensado por los servicios que puedan acompañar al objeto, como en el caso de los teléfonos móviles, que en sí mismos valen poco pero son vehículos de valor. La sociedad futura no tendrá necesidad de preocuparse por fenómenos cuantitativos de este tipo porque ya no tendrán ninguna razón material para existir, proceso favorecido por las políticas revolucionarias del periodo de transición.

La economía del parcheo y su contrario

Detengámonos en la parte central de la secuencia cíclica esbozada más arriba, la inherente a la producción (M → P → M1). Dentro de la fábrica, mientras no haya conexión con el mercado no hay intercambio de mercancías sino de productos, y éstos, por tanto, no tienen valor de cambio sino sólo valor de uso. En el flujo productivo no hay dinero, no hay mercado, no hay competencia, no hay intercambio sino, precisamente, flujo. Hay cooperación entre personas que deben alcanzar un resultado. La limitación del despilfarro está garantizada por la finalización de los recursos existentes en un plan de producción racional según diseño. Por tanto, no hay anarquía.

Una fábrica, a diferencia de la sociedad capitalista, no es un sistema de partes incomunicadas e incluso competidoras. En ella, cualquier fenómeno indeseable provocado por el flujo productivo no es en modo alguno comparable a esas "externalidades negativas" antes mencionadas, las únicas intelectualmente accesibles a los distintos parcheadores del Capital, las que pueden monetizarse mediante las intervenciones del legislador. Los fenómenos ambientales en una fábrica pueden ser tratados como parte integrante del proceso productivo, son un componente del mismo y por tanto, contrariamente a lo que hemos visto, no son conocidos a posteriori sino previstos en el proyecto general, tratados como fenómenos bajo control y no como precursores de esos remedios hechos a todo correr que son, ya se sabe, peores que la enfermedad. En la fábrica, la nocividad del medio ambiente, los accidentes y el peligro derivan exclusivamente del ahorro de capital adelantado por el capitalista: una vez que éste ha desaparecido, su eliminación se convierte en un problema técnico de administración ordinaria.

Las "externalidades negativas" existen porque el sistema tiene islas de producción separadas por un mar mercantil que las hace incomunicables; por tanto, se necesita una entidad "externa" que ponga precio a los inconvenientes. El capitalista y sus seguidores ecologistas no pueden comprender que todo el sistema puede reducirse a una única unidad de producción como es la fábrica y que, por tanto, puede eliminarse el concepto mismo de "externalidad" monetizable. Desde el punto de vista de la sociedad futura, no existe el medio ambiente por un lado y la fábrica que lo contamina por otro: sólo existe un sistema complejo que se autoorganiza según criterios racionales y no anárquicos.

El programa inmediato de la revolución tiene hoy muchas más posibilidades de las que se podían vislumbrar en los años 50, como muestra el énfasis todavía claramente "político" de las citas que colocamos al principio de esta serie de artículos. No es que toda revolución no necesite autoridad política y rasgos totalitarios decisivos, pero, como también observa Lenin con respecto a la revolución de Octubre, cuanto menos madura económicamente es una revolución, más fuerza coercitiva necesita el poder proletario; cuanto más madura es, menos necesita ser defendida políticamente, facilitándose la tarea de apoyar y liberar a los elementos de la nueva sociedad ya presentes en la vieja y responsables de su transición. Así pues, la revolución posible ya es capaz de dirigir inmediatamente la transformación cualitativa real.

En el capitalismo maduro, la relación necesidad-producto-consumo-necesidad ha llegado a su límite, y los ejemplos están a la vista: en la destartalada Italia hay 60 millones de radios, 50 millones de televisores, 29 millones de coches, 70 millones de teléfonos, un 80% de viviendas en propiedad, etc. Estas cifras acompañan también a la capacidad media de ahorro más alta del mundo y demuestran que un mayor consumo de mercancías sin una sustitución frenética de los existentes es problemático. Por eso el capitalismo afecta continuamente a la influencia recíproca entre producción y consumo.

La producción se pone en relación con el consumo, dice Marx (Introducción del 57), crea para él la premisa material proporcionándole el objeto que justifica su dinámica. Pero, añade, el consumo a su vez media la producción proporcionándole el sujeto que puede dar sentido al producto. Un ferrocarril por el que no circulasen vagones llenos de pasajeros sólo sería un ferrocarril en potencia y no una realidad efectiva. Por tanto, el producto del trabajo humano, a diferencia de los objetos que se encuentran en la naturaleza, sólo se afirma y se multiplica de mil formas solo en la medida en que se consume: sin necesidad no hay producción, pero sin consumo no hay reproducción de la necesidad. Esto se aplica a toda sociedad basada en el trabajo y la producción, ya que en "entre los diferentes momentos tiene lugar una acción recíproca. Esto ocurre siempre en todos los conjuntos orgánicos" . Que en general el consumo es también inmediatamente producción y viceversa es un hecho: en la naturaleza cuando una planta consume la combinación de elementos que le permiten vivir, observa de nuevo Marx, se produce a sí misma, crece, al igual que el hombre cuando consume alimentos. Producir en una industria es inmediatamente consumir, o viceversa, ya que la producción transforma materia y energía, y esta transformación sólo puede llamarse producción cuando hay un resultado consumible ulterior.

Sin embargo, una cosa es el razonamiento en general y otra distinta el relativo a los tipos de sociedad, continúa Marx. La invariante es clara: en cualquier sujeto, individuo o fábrica, producción y consumo aparecen como momentos de un mismo acto. Toda mercancía comprada ha sido producida por otros y se consume para producir otras mercancías destinadas a otros mercados (D → M → P → D1 → M1 → P1 …). El mismo esquema incluye también la mercancía fuerza de trabajo, que forma parte del hombre y se utiliza en la producción, se "consume" y debe regenerarse con el salario. Aislando los momentos individuales, es indiferente partir de la producción o del consumo, depende de lo que se quiera describir: si miramos la producción como elemento central es el factor no sólo de mercancías sino de una necesidad de consumo; si fijamos nuestra atención en la necesidad ésta exige la producción como medio para su satisfacción a través del consumo; si privilegiamos keynesianamente el consumo, la necesidad y la producción son elementos pasivos y deben ser estimulados. El observador, especialmente en el capitalismo, percibe el conjunto como un movimiento que gravita en torno a sus intereses particulares, por lo que fija indiferentemente un momento u otro como el punto de partida de facto.

Hacia una sociedad verdaderamente orgánica

La sociedad capitalista no es una sociedad cualquiera. Mucho más que sus predecesoras, ha hecho de la producción su factor principal y la ha separado de la distribución, exasperando la división social del trabajo: ahora, en lo que concierne a las necesidades, no hay una necesidad específica hasta que no la produce una mercancía que la suscite obsesivamente con publicidad y con incitaciones a la emulación. La mercancía precede a las necesidades y el individuo no se adueña de ella inmediatamente, sino mediante un intercambio generalizado con dinero. Entre el productor y los productos, entre las necesidades y su satisfacción con el consumo, se interpone la distribución que, entre otras cosas, establece según leyes sociales la cantidad del producto que debe ser distribuida a los "productores" y a quiénes de ellos.

Dado que el proceso histórico es irreversible, en la sociedad futura el mecanismo de satisfacción de las necesidades, y por tanto de la producción-consumo, no podrá ser un regreso a la indiferencia primitiva ―como quisieran los ecologistas puros. Tampoco podrá ser una transacción basada en la distribución equitativa y la reforma del propio mecanismo, porque como hemos mostrado ya la acumulación capitalista ―producción por la producción― es sinónimo de indiferencia hacia las necesidades humanas. Por eso, la sociedad futura eliminará la división social del trabajo, mantendrá la planificación de la producción —que se ha demostrado tan eficiente al interior de las unidades productivas— y extenderá el programa, el proyecto, a toda la sociedad. Sólo cuando desaparezca la separación actual en compartimentos que se comunican exclusivamente a través de las categorías del valor se habrá conseguido alcanzar de verdad la unidad dialéctica —es decir, relacional— entre necesidades, producción y consumo. Ya no tendrá sentido el orden en el que se disponen (y se exponen en la descripción) los momentos particulares en la sociedad: ésta los integrará en un "conjunto orgánico" efectivo, en el que se ejercita "una acción recíproca" entre sus partes. Por tanto, no habrá intercambio de mercancías, sino una cadena de transmisión de valores de uso, unidireccional, tal y como se produce en un plan de producción normal.

Cuando nos referimos a un sistema complejo como una sociedad, para explicar completamente el concepto de "conjunto orgánico" hay que hablar no sólo de relaciones genéricas, sino sobre todo de relaciones que están inscritas en los meandros de la propia sociedad y que tienen la capacidad de modificarla como sistema, es decir, de producir un aumento del conocimiento de sí misma respecto a sus orígenes y su devenir, de permitir una acumulación de tal conocimiento con el fin de utilizarlo cuando sea el momento, haciendo uso de su conjunto de células diferenciadas, su red de nervios sensibles, hecha de hombres, organizaciones, memoria, experiencia. En tal caso, se dice que el sistema produce menos entropía, o que produce neguentropía, es decir, menos disipación, es decir, información nueva. Ningún sistema complejo de este tipo puede mantenerse indefinidamente igual a sí mismo, sino que debe cambiar, y cuanto más madura el capitalismo más produce los elementos de su propia superación.

Las necesidades de la acumulación han hecho de la sociedad capitalista el modo de producción menos orgánico que ha existido jamás desde el punto de vista de relaciones entre los hombres, separados como están por la división del trabajo y por la necesidad de mediación a través del intercambio; pero también le han hecho el modo de producción más orgánico desde el punto de vista de la producción social, que desde hace ya un tiempo envuelve el mundo. Al destrozar las relaciones capitalistas la humanidad conseguirá liberar completamente su potencialidad orgánica, uniendo a la producción social toda la variedad de relaciones humanas, incluidas las del hombre con la naturaleza que lo rodea. En ese momento parecerán ridículas todas las propuestas actuales de un capitalismo más vivible desde el punto de vista de las necesidades, del consumo y del lazo con el medio ambiente.

La transición está madura

No se trata de afirmar simplistamente que "haremos" menos coches porque se privilegiará el transporte público sobre el individual y la nueva necesidad será viajar en autobús; o que "haremos" plantas petroquímicas más seguras porque utilizaremos menos plástico y menos fertilizantes sintéticos en nuestra existencia ecológicamente respetuosa; o que no "haremos" más cajas de hormigón por vivienda sino que distribuiremos (oh, claro, "como dice Marx") la población sobre la superficie terrestre (¡quizá cada uno en su propio chalet!); o que utilizaremos "recursos renovables" para la energía. Son idioteces que surgen, por pereza mental y adaptación a la tendencia imperante, de un contexto que se nutre, al menos desde hace setenta y cinco años, de la herencia del estalinismo. El estalinismo fue, como y más que sus homólogos occidentales, un adorador del cuantitativismo productivo y dejó su impronta incluso en los devotos de la mera reducción cuantitativa. El problema de la transición no puede resolverse teniendo en cuenta las categorías cuantitativas del valor: éstas lo hacen irresoluble, mientras que la solución es sencilla cuando las eliminamos.

En primer lugar, las necesidades de la humanidad pasarán por no extinguirse demasiado deprisa debido a los procesos puestos en marcha por las sociedades de clases. Por excesiva que parezca la preocupación, nadie conoce hoy el destino futuro de la humanidad, no cuando venzan los bonos de una inversión bursátil, sino algunos siglos después. La nueva sociedad empezará por fin, por primera vez, a preocuparse por el futuro de la especie. No será tanto una necesidad contingente, dictada por situaciones de alarma inmediatas, como la interacción normal con el mundo del que forma parte, como hace cualquier otra especie. Sólo que el hombre lo hará según un proyecto racional.

Aunque hoy en día no existen conocimientos específicos en este campo, hay algunas certezas que tienen el valor de un axioma científico: en primer lugar, la humanidad no es eterna como no lo es ninguna especie, aunque sólo sea porque el Sol no es eterno, ya que dará algún problema mucho antes de los cuatro o cinco mil millones de años calculados para su fin; en segundo lugar, los recursos naturales de los que la sociedad extrae por ahora su energía y su producción no son eternos (en este caso, el tiempo se evalúa en decenios, no en miles de milenios); en tercer lugar, todo sistema productivo basado en el crecimiento está destinado a perecer de muerte "entrópica" (pérdida de energía y de orden, y en este caso las décadas que quedan son seguramente pocas); en cuarto lugar, incluso si no estuviera basado en el crecimiento, es decir, si fuera estacionario, todo sistema productivo está destinado a morir por la misma razón (e incluso en este último caso los años se cuentan por decenas, no por miles).

Marx, tanto en el Manifiesto como en la Crítica del Programa de Gotha, sigue viéndose obligado a esbozar la transición revolucionaria como una fase de crecimiento y habla de un aumento de la "masa de las fuerzas productivas", de una "multiplicación de las fábricas nacionales y de los instrumentos de producción", mientras que hoy el problema es el contrario. De la "renta" colectiva, es decir, del producto social total que debe distribuirse, deduce, entre otras cosas, "una parte adicional para la extensión de la producción". En el texto, destruye lógicamente la noción de que la "renta" y el "derecho" a su distribución equitativa sobrevivirían, porque "estos inconvenientes son inevitables [sólo] en la primera fase de la sociedad comunista", pero en esta etapa todavía da por sentados tanto el aumento cuantitativo, como el aprovisionamiento para asegurarse contra catástrofes provocadas por el hombre o naturales, y los "gastos de administración, lo que se destina a la satisfacción colectiva de necesidades como escuelas y un fondo para discapacitados"; todas medidas que ya están resueltas por la exuberancia de la fuerza productiva social, sin necesidad de aprovisionamiento especial, incluso en el capitalismo (el desarrollo extremo del crédito y la distribución sistemática de la plusvalía en el seno de la sociedad son más que suficientes).

Durante el ascenso del capitalismo el estado estacionario soñado, por ejemplo, por el ya mencionado J. St. Mill, contemporáneo de Marx, era una utopía reaccionaria que recordaba la inmovilidad feudal, mientras que las teorías del equilibrio sin crecimiento, típicas de la fase imperialista, eran simplemente un disparate. El avance de la fuerza productiva social de la era del vapor aún no se había detenido, la electricidad aún no había conquistado la producción y el crecimiento cuantitativo era revolucionario. Hoy no hay que "construir" nada más, como pretendían los constructores del socialismo con Stalin a la cabeza. La sociedad futura ya ni siquiera tendrá que pasar por el estado estacionario, que es una versión edulcorada del cuantitativismo de la producción que ha muerto para siempre, al menos en potencia. El bajo crecimiento mundial per cápita actual, debido a la media entre el alto crecimiento en zonas limitadas y el estancamiento en todas las demás, es la prueba de que la búsqueda del equilibrio no sólo es vana sino contrarrevolucionaria, porque el estado estacionario coexiste muy bien con la acumulación desenfrenada del capitalismo moderno, con el hiperconsumismo de unos pocos y el hambre de muchos.

Equilibrio económico contra organicidad

Un capitalismo en equilibrio es imposible. O lo que es lo mismo: el equilibrio capitalista se basa en la cancelación periódica de capital por medio de crisis incontrolables, agudas o encubiertas. Pero no es absurda, en absoluto, una sociedad que entre en una relación particular con la naturaleza y que encuentre en ella su equilibrio. La historia nos muestra tanto ejemplos de sociedades expansionistas como de estabilidad y equilibrio. El imperio romano era una sociedad mucho más equilibrada que el capitalismo pero, como este último, muestra una relación directa entre la expansión, la destrucción de recursos y por tanto la necesidad de una expansión posterior: para una flota hacía falta todo un bosque, las legiones tenían necesidad de grano y de dinero, y ya sólo el mantenimiento de la Urbe exigía el acaparamiento de recursos inmensos, etc. Por ello el crecimiento territorial, el único posible en la época, era al mismo tiempo una obligación y un límite. Pero existieron sociedades preclasistas que se configuraron como sistemas en equilibrio. Eran sistemas abiertos desde el punto de vista del intercambio energético, porque usufructaban ya fuera aportes naturales de energía (ríos, climas favorables) como intercambios con otros pueblos, si bien no de tipo mercantil. El Egipto antiguo, por ejemplo, fue relativamente estable e igual a sí mismo durante más de tres milenios gracias a la particularidad del ciclo regular ligado a las crecidas del Nilo. Al depositar periódicamente el limo fértil y húmedo, éstas permitían más cosechas al año, haciendo de un territorio muy limitado un biosistema de alto rendimiento muy particular. Además, los nilómetros escalonados a lo largo del río medían la calidad y cantidad del limo ofreciendo la posibilidad de previsiones sobre las cosechas y, por tanto, ofreciendo una primera forma de programación y de aprovisionamiento de los acopios, como también refleja la Biblia. Todavía exenta de propiedad, de la explotación del trabajo esclavo y del dinero, esta sociedad podía no acumular y mantenerse prácticamente idéntica en el tiempo en una relación tanto orgánica como exclusiva con la naturaleza. Podía descargar su exuberancia social en construcciones y actividades que hoy en día no alcanzamos a comprender, condicionados como estamos en comparación con ellos por nuestro concepto de exuberancia productiva, es decir, de despilfarro. Hablando de despilfarro, actualmente Egipto bloquea todo el limo del Nilo con la presa de Asuán y compra fertilizantes químicos para sustituirlo; probablemente no obtiene tanto valor en electricidad como le cuestan los fertilizantes, y además mineraliza y por tanto esteriliza un suelo que fue fértil durante 5.000 años.

Hoy en día un biosistema orgánico de alto rendimiento ya no podría venirnos dado por la naturaleza. Pero se podría proyectar perfectamente de manera consciente a nivel mundial por una humanidad que tenga unos medios mucho más desarrollados que los del Egipto antiguo. Una humanidad que ya ha descubierto la antítesis entre el equilibrio económico y la organicidad, pero que por ahora trata este descubrimiento como una curiosidad científica con la que nadie sabe qué hacer.

El fin de los sistemas "productivos"

Ya existe el potencial para cambiar. Sin embargo, no con el capitalismo. Dentro de este sistema no puede haber soluciones ni orgánicas ni abiertas, pese a las previsiones de Popper y su discípulo Soros. No sólo porque el sistema se ha desarrollado definitivamente y ha alcanzado los límites del globo terráqueo, volviéndose un sistema cerrado, sino sobre todo porque necesita acumular y por eso aborrece el equilibrio. También si estuviéramos dispuestos a escuchar a los apasionados de las mentiras sobre la conquista del espacio para volverlo de nuevo abierto en busca de espacio vital en otros planetas, el balance energético para abandonar la Tierra o incluso el sistema solar sólo podría ser negativo: se requeriría más energía de la que se obtendría de cualquier recurso que se fuera a buscar tan lejos. No es posible ninguna evasión espacial de ciencia-ficción.

La humanidad no hará sus cálculos, como ahora, basándose en la improvisación, es decir, no se inventará soluciones existenciales para hoy sin pensar en el mañana, ni mucho menos se limitará al tiempo de un par de generaciones. Por ello, la primera "necesidad" de la humanidad del mañana será la de evaluar seriamente cuál podrá ser su futuro, tanto inmediato como lejano. Puesto que ya se ha establecido que la existencia de todo sistema productivo tiene un límite, esta primera necesidad fundamental será la de adecuar la existencia de la especie a un nuevo sistema que no sea "productivo", sino que produzca según otros criterios. De ahí se derivarán las nuevas necesidades, el nuevo consumo y el nuevo modo de vivir de la humanidad en armonía con la biosfera.

Este proceso no es simplemente "hipotizable", no estamos hablando de otra utopía, estamos hablando de una ciencia que hoy se llama impropiamente "marxismo", pero que es uno de los muchos elementos de conocimiento que la humanidad ha acumulado, a pesar del mal uso que hace de él (mal uso del marxismo también por parte del proletariado, por supuesto).

Atribuiríamos un considerable grado de estupidez a la nueva humanidad si pensáramos que procedería más o menos como ahora, limitándose a dictar decretos para prohibir ciertas actividades u orientar otras, supervisando con organismos especiales la eliminación del trabajo asalariado y del dinero.

La tenacidad y la fuerza con que el comunismo ha criticado a la ciencia burguesa no se debían a su poquedad, ya que sería de necios no reconocer sus grandes logros: los ataques se han dirigido siempre contra la imposibilidad de esta ciencia, a pesar de sus grandiosos logros ("grandiosa y no comestible civilización"), de predecir el futuro de la especie humana, ya que utiliza cada descubrimiento para hacer apología de sí misma, contaminando desgraciadamente también el cerebro de muchos pseudocomunistas.

El programa inmediato de la revolución contempla el final del sistema productivo y el inicio de un sistema orgánico en el sentido biológico-cibernético (cibernética, literalmente "arte de guiar"; en su acepción moderna: "arte de obtener resultados según un programa"). Dado que, todavía más que en el pasado, ningún individuo ni grupo del tipo de los ya existentes podrá ser depositario de un programa así de vasto, la humanidad deberá dar vida a un organismo de nuevo tipo que represente su devenir y lo anticipe por sí mismo. De ahí el motivo por el cual la Izquierda Comunista "italiana" comenzó a hablar ya en los años 20 del partido como totalidad orgánica en un sentido biológico-cibernético, se esforzó por realizar sus premisas y pretendió que toda la Internacional hiciese lo mismo. Aplicar los adjetivos biológico y cibernético al partido puede parecer una novedad algo osada, pero el concepto es clásico en el marxismo. No nos cansaremos nunca de repetir que la continuidad consiste sobre todo en identificar las invariantes y manejarlas según las transformaciones que se han producido ya. El órgano de la clase no se sustrae a este mismo criterio.

La biología moderna se origina en la segunda mitad del siglo XIX y sólo recientemente se integra con la química, y sobre todo con la física, permitiéndonos utilizarla para reforzar el concepto de organicidad. El término cibernética tiene sus orígenes todavía antes con Ampère, en la primera mitad del siglo XIX, y pasa de concepto a ciencia en torno a la Segunda Guerra Mundial: cada organismo viviente nace, crece y se reproduce según un programa registrado a nivel molecular, el cual establece cuáles deben ser las aportaciones diferenciadas de las partes que se integran en la totalidad. Como se puede ver, no sólo hay una correspondencia general entre la física, la cibernética y la biología, sino que la concepción orgánica de la sociedad futura y del partido que la representa por anticipación ―propia del comunismo y formulada con precisión sólo por la Izquierda Comunista― coincide de forma muy consecuente con el discurso específico que estamos haciendo a propósito de la humanidad futura.

De la producción de mercancías a las necesidades humanas

Si por tanto todo sistema productivo es disipativo y tiene límites físicos no sólo en lo que se refiere a su crecimiento, sino también a su duración incluso sin crecimiento, entonces ¿qué es ese sistema biológico-cibernético que caracterizará a la sociedad futura? ¿En qué consistirán su producción-reproducción, sus necesidades, su consumo?

En los Grundrisse Marx señala que, con el capitalismo, la ciencia se integra en los medios de producción y representa la mayor contribución al desarrollo de las fuerzas productivas sociales. Con este desarrollo se incrementaba también el conocimiento del mundo físico y de sus leyes, por lo que en aquella época el proceso presentaba características de un crecimiento exponencial. Hoy en día todos los mayores estudiosos de los modelos económicos basados en los fenómenos de crecimiento tienen muy en cuenta la aportación de la ciencia, pero todos están también de acuerdo en sostener que hay una "ley de rendimientos decrecientes de la tecnología". El motivo de esta posición unánime es bastante claro: la tecnología es impotente para resolver el problema de la necesidad de crecimiento ligada al ciclo capitalista de producción-consumo. Podríamos tener los mejores descubrimientos científicos, pero si las nuevas mercancías producidas por los nuevos métodos no consiguieran crear nuevas necesidades y por tanto un mercado específico adicional, tales descubrimientos no servirían para nada. Para que la ciencia tenga la posibilidad de manifestar plenamente su poder de innovación, hay que destruir el ciclo capitalista.

Así como la biología, la química y la física se están integrando en un solo conocimiento, también así la economía política se integra, es más, se ve sustituida por la ecología, entendida esta última en su acepción originaria, como ciencia de las relaciones entre los seres vivos y el entorno del que hacen parte, y no como una particular "política" ambiental. Dado que, como habíamos visto, hay un límite físico en todo tipo de economía-producción cuantitativa, estos pasajes en el conocimiento deben conllevar necesariamente en el tiempo también un paso consiguiente a nivel del sistema social. Aún más, si lo entrevemos en la teoría significa que ya está en proceso en la práctica, dado que el pensamiento por ahora se forma a partir de ésta. Sea cual sea la duración de las reservas minerales de la Tierra, habrá que pasar de la utilización de materia y energía extraídas para su pérdida y tender hacia un ciclo en el que cada recurso derive cada vez más de una renovación periódica de cuanto ha sido consumido. Y esto no puede ocurrir en un "sistema de producción", sino sólo en un proceso biocibernético, es decir, en un proceso guiado por un programa consciente de armonización entre lo viviente y su hábitat, basado en el conocimiento profundo de todos los parámetros de reproducción biológica de gran parte de los recursos. Este proceso no debería ser entendido en absoluto como un imposible e indeseable "retorno a la naturaleza", sino como una máxima aplicación de la ciencia al ciclo vital de la especie. Sólo de esta forma la humanidad podrá tener en cuenta al mismo tiempo las generaciones pasadas y el conocimiento adquirido, las generaciones presentes y las futuras, en una auténtica vida de la especie.

En cambio, en la sociedad capitalista no se puede hacer otra cosa que dar cuenta de los valores de cambio en un sentido contingente, desviviéndose entre la producción, el mercado y el consumo para que estos valores aumenten. Y todo organismo económico y político que se ha dado el Capital no puede hacer otra cosa que esforzarse por hacer que los hombres se plieguen por las buenas o por las malas a las exigencias de la valorización. Las necesidades dependen totalmente del modo de producción y no a la inversa. Por poner un ejemplo: en general, si un hombre vive en Alaska o en Siberia, su necesidad es no pasar frío. Pero si antes se limitaba a intentar no morir congelado poniéndose un abrigo de piel, encendiendo leña y construyendo una choza, ahora necesitará vivir en una casa cálida y confortable. Vivirá como sus semejantes en todo el mundo, abandonando los materiales reconstituibles y utilizando en su lugar petróleo, carbón, electricidad, ladrillos, acero, hormigón, vidrio, etc. Todo en grandes cantidades, debido al clima adverso, con nuevas perforaciones de la Tierra, construcción de oleoductos y líneas de alta tensión, acerías y otras industrias, que necesitarán más materias primas, etc. Lo mismo ocurre con los desiertos abrasados y las zonas tropicales húmedas y pantanosas.

Pero debería ser evidente que vivir en lugares inhabitables no fue ordenado por un dios perverso o una infame ley del hombre: ocurrió según impulsos materiales incontrolables a lo largo de milenios, siguiendo a los animales de comida, huyendo de los peligros, buscando nuevos espacios respecto a tierras que se habían vuelto insuficientes e inhóspitas. El propio empuje hacia la urbanización fue un efecto de la producción y la búsqueda de mejores condiciones ambientales para la supervivencia de los primeros núcleos sociales más complejos del clan y la tribu. Ni que decir tiene que en un sistema caracterizado por un plan de especie a escala planetaria, los núcleos humanos también se distribuirán de la manera más eficiente y coherente con la nueva configuración social. Una vez que los humanos controlen su propia existencia, es muy posible que decidan no vivir en lugares a 50 grados bajo y sobre cero, en pantanos o en la aridez total, ni en estructuras disipadoras de energía como casas aisladas o metrópolis. Evidentemente, la crítica comunista a la teoría del "socialismo en un solo país", por muy vasta que sea la Rusia estalinista, es especialmente acertada en estos ejemplos, pero dado que el establecimiento del poder revolucionario en sólo una pequeña zona es impensable, la contracción del consumo en general también puede lograrse mediante la distribución óptima de la población sobre el territorio con la reorganización de toda la estructura habitacional.

Energía solar

Si consideramos la necesidadenergética general del hombre capitalista y consumista en su producción-reproducción, nos encontramos ante otro fenómeno de enorme alcance, y ninguna célula fotovoltaica, ningún generador eólico, ninguna turbina hidráulica, ningún combustible biológico, ningún dispositivo mareomotriz podrá saciar la sed de energía de sus acerías, de sus fábricas, de sus medios de transporte, de sus megalópolis siempre "encendidas" en todas las estaciones, a todas las horas del día. Pero esta monstruosa cantidad de energía sólo es indispensable porque el capitalismo ha creado para sí un mundo cuantitativo semejante; y éste no es el único modelo posible.

El hombre de hoy ni siquiera ha empezado a pensar seriamente en lo que significa, en términos de ingeniería, aprovechar plenamente el ciclo solar (incluida la actividad de la biomasa existente en la Tierra). Nadie sabe hoy exactamente cómo calcular el balance energético de las instalaciones de turbinas eólicas o de células fotovoltaicas, es decir, a cuánto asciende en el ciclo total la diferencia entre la energía disipada en su construcción y la energía producida. Habría que incluir en el cálculo todo el sistema, con la transformación de la materia prima, el transporte, la construcción de las fábricas de generadores y células, la de las infraestructuras necesarias, los trabajadores implicados en todo ello y sus consumos habituales, sus viviendas, sus traslados, etc. Todo el mundo sabe, sin embargo, que el reciclaje de materiales es totalmente deficitario en energía y materia recuperada, es decir, que es uno de los ciclos industriales de menor rendimiento, del que no se puede prescindir porque ya no se sabe dónde meter los residuos. Muy pocos, en cambio, creen que sea posible una sociedad en la que ya no se hable de "ahorrar energía", sino que simplemente ya no sea necesario producir energía y residuos inorgánicos en las cantidades monstruosas que se dan hoy en día.

Por tanto, tarde o temprano la humanidad tendrá que desarrollar un conocimiento profundo del ciclo biológico-solar y pasar al uso racional de la energía que puede ofrecer, ya que es la única fuente disponible durante unos cuantos miles de millones de años todavía, y que llegará a la Tierra de forma continua y sin sorpresas durante todo ese tiempo. El Sol envía una inmensa cantidad de energía al espacio, y aunque muy poca de ella llega a la Tierra, y de esa poca una parte es reflejada por la atmósfera, la cantidad que llega al suelo cada año sigue siendo 6,5 veces mayor que el total de las reservas de combustible de cualquier tipo conocidas e hipotizables que existen en nuestro planeta. Y es constante, mientras que las materias primas son susceptibles de agotamiento y deben extraerse en lugares cada vez más inaccesibles. Este tipo de energía puede utilizarse directamente o a través de los efectos que tiene sobre la biomasa, que produce tanto materias primas como madera y fibra, como fuentes adicionales de energía o combustibles de diversos tipos.

La energía nuclear obtenida mediante reactores reproductores sería una fuente de energía que podría utilizarse durante más tiempo que los combustibles, pero plantea enormes problemas de seguridad y de eliminación de residuos, un problema que el capitalismo no ha sabido resolver y que, independientemente del coste, podría no ser solucionable en absoluto. La energía de fusión nuclear es por el momento una hipótesis, y aunque algún día se perfeccionen los dispositivos que la han conseguido durante muy poco tiempo y den más energía de la que necesitan para funcionar, sigue existiendo el problema práctico del contenedor en el que aprisionar el plasma a temperaturas similares a la del núcleo solar, es decir, 100.000 veces superiores a la fuerza de los materiales más resistentes.

La necesidad de un hombre inmerso en el sistema de consumo individual, cuya base social sigue siendo el núcleo de la pequeña familia, es poseer bienes en cantidades adecuadas a las necesidades de ese individuo y de ese tipo de familia. Ese poseedor con familia es también un voraz consumidor de energía. Pero bastaría con romper el aislamiento en el que viven tal hombre y tal familia (superando de forma por completo natural incluso esta institución, inútil para una sociedad no propietaria) y situarlos en una comunidad humana donde el interés no esté en los objetos, sino en los demás hombres. De este modo, la atención morbosa a la posesión individual —que presupone la posesión de dinero y, por tanto, las formas de obtenerlo— se superaría con el uso de estructuras adecuadas en las que los objetos estuvieran simplemente disponibles y no se acapararan egoístamente. Tampoco en este caso la humanidad toma caminos completamente desconocidos: ya ha experimentado en el pasado y experimenta continuamente situaciones en las que la posesión individual se ve seriamente cuestionada, en las que se realiza el simple uso común de los bienes disponibles para todos.

Necesidad del comunismo

Engels analizó los experimentos "comunistas" americanos del siglo XIX y señaló que en las comunidades de bienes se realiza de forma natural una economía colectiva, sin que la disponibilidad y el disfrute de cada individuo se vean afectados. Al abordar los aspectos prácticos de estas comunidades, pasando por alto la ideología o las creencias religiosas que las impulsaban, se limitó a señalar las ventajas con respecto a la cantidad de mano de obra aportada, el consumo y la disponibilidad de tiempo para actividades no productivas. Por lo general, estas comunidades duraban poco y sólo unas pocas atravesaban el tiempo indemnes. Las pocas que lo consiguieron han aprovechado ahora, indiscriminadamente, las ventajas del uso compartido de los recursos para convertirse en auténticas potencias económicas. No es nada extraño que hoy el mundo asista a una nueva proliferación de ellas y que, especialmente en Estados Unidos, reúnan a millones de personas. Al analizar las comunidades actuales, se observa con regular invariabilidad cómo las características ya señaladas por Engels se perpetúan o renuevan con el paso del tiempo, especialmente en lo que se refiere a la desaparición de la necesidad de posesión individual cuando se dispone de suficientes bienes comunitarios. Los individuos prescinden voluntariamente de la preocupación por la posesión en cuanto disponen de una alternativa.

Será interesante abordar en un futuro próximo la difícil conexión entre esta necesidad de comunismo y el partido de las revoluciones en la historia de la humanidad. Por ahora, para concluir, basta observar que actualmente en Estados Unidos incluso hechos sociales corrientes, como la llamada flexibilidad del trabajo y la caída del valor de los salarios, obligan a la gente a enfrentarse, aunque sea indirectamente, al doble problema del comunismo y delconsumismo. Razones prácticas de supervivencia conducen cada vez más a los estadounidenses hacia la práctica del co-housing, donde se alternan espacios privados con espacios colectivos y donde, por razones de mera economía y sin ninguna teorización particular, se realiza una comunidad parcial de bienes. Este hecho está tan extendido y aparentemente carece tanto de implicaciones que sólo con esfuerzo nos damos cuenta de la importancia de lo que nos muestra la sociedad ultracapitalista: quienes practican el co-housing a menudo lo hacen porque se ven obligados a ello, dada la gran ventaja "económica" de vivir más racionalmente y, por tanto, con menos gastos que el estadounidense medio; a menudo lo hacen sobre todo porque la sociedad es tan invivible que la coalición de personas con intereses comunes en comunidad es una válvula de escape. Pero este tipo de vida no siempre se sobrelleva simplemente por falta de alternativas: es interesante observar cómo la renuncia se ve superada, en millones de hombres, por el frecuente rechazo de la posesión, cuyo angustioso concepto de necesidad se pierde fácilmente.

Hay, por supuesto, casos de pura y simple especulación inmobiliaria y casos, por otra parte, de fanatismo sectario; pero en la mayoría de las experiencias hay una huida consciente de una sociedad vampírica que absorbe todas las energías para correr tras el consumo; y de hecho cada vez más de estas experiencias se llaman intentional communities, para diferenciarlas de los conjuntos de personas que son agregadas por los mecanismos de la sociedad sin tener una conciencia precisa de ello. En muchas de estas comunidades —y hay miles de ellas— el acceso común a los bienes permite a cada uno de sus miembros disponer de ellos en mayor cantidad y, al mismo tiempo, ser indiferente a las modas consumistas. La competencia entre individuos en la carrera por el último modelo se elimina de raíz en la medida en que todos participan en las actividades colectivas aprovechando todo lo disponible; nadie se ve "privado" del uso de ningún bien, nadie tiene necesidades individuales distintas de las que pueda tener cada miembro de toda la comunidad, y precisamente por eso, por no estar homologados al consumo de masas, pueden cultivar mejor pasiones, emociones e intereses diversos.

Letture consigliate

  • Partito Comunista Internazionale, "El programa revolucionario inmediato", Reunión de Forlì (1952).
  • Karl Marx: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, ed. Siglo XXI (1975).
  • Karl Marx : "Manuscritos de París", Obras de Marx y Engels, vol. 5, ed. Crítica (1978).
  • Partito Comunista Internazionale, "La relance de la consommation populaire ou l’elixir du docteur Marchais", Programme communiste 68 de diciembre de 1975
  • Quaderni Internazionalisti, "Come un logaritmo giallo", Lettera ai compagni 29
  • Nicholas Georgescu-Roegen, Energía y mitos económicos, disponible en https://es.scribd.com/doc/215337279/Energia-y-Mitos-Economicos-Nicholas-Georgescu
  • Jeremy Rifkin, Entropía: hacía el mundo invernadero, Urano
  • Orio Giarini e Henri Loubergé, La delusione tecnologica, Mondadori.
  • Beppe Grillo, Dalla Svizzera l’economia e la politica, en la dirección de internet: Beppe Grillo On-Line, http://www.mpnet.it/Beppe_Grillo/
  • Engels, "Descripción de las colonias comunistas creadas en los últimos tiempos y que aún existen", Escritos de juventud, FCE
  • Listado de 540 intentional communities: http://www.ic.org ("Pero calculamos que haya otros tantos miles más", se lee en la presentación de la página web)

Note

[1] Marx: "Introducción", Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858 , ed. Siglo XXI, p. 20

n+1, n° 3, marzo 2001

Traducciòn: Barbaria (https://barbaria.net/2023/11/14/n1-control-del-consumo-desarrollo-de-las-necesidades-humanas/).

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